Entradas de Anselmo Peñas en el blog de Ediciones SM


¿Enseñar? ¿O entrenar?

entrenar_ensenarEs absurdo pensar que para ser entrenador de un atleta es necesario hacer mejores marcas que el propio atleta. ¿Cuál es el papel del entrenador? Igualmente, el objetivo de un profesor debe ser que sus alumnos y alumnas acaben haciendo mejores marcas que él, que los niños y niñas tengan la capacidad de mejorar sus propias marcas, y que hagan la mejor marca que pueden llegar a hacer.

El conocimiento de un alumno jamás debería estar limitado por el currículo docente, ni por la dinámica de aprendizaje, ni por el propio conocimiento del profesor. En general, no debería estar limitado por nada. ¿Esto obliga a los profesores a ser expertos de todo? Sería como obligar a un entrenador a ser un atleta de élite.

Me parece pertinente, por tanto, preguntarse:

  • ¿De qué tiene que ser experto el profesor?
  • ¿En qué debemos entrenar a nuestros alumnos?

Todo entrenamiento se basa en cierta repetición buscando perfeccionar el resultado. Si nos fijamos en aquellas tareas que obligamos a repetir más a menudo a nuestros alumnos tendremos una pista de en qué les estamos entrenando:

  • el entrenamiento de una competencia: saber comentar un texto, saber aplicar una operación aritmética a un problema, etc.
  • el entrenamiento de un hábito: hacer deberes, escuchar la explicación de un profesor, estudiar para un examen, etc.
  • el entrenamiento metodológico: cómo planteo la resolución a un problema, cómo construyo una solución, cómo encuentro una respuesta, etc.
  • el entrenamiento de una posición activa frente al conocimiento: formulo preguntas, me interrogo sobre las cosas, me propongo retos, comunico mis ideas, discuto las de los demás, etc.

Realmente, ¿en qué les estamos entrenando?

Evidentemente, si como profesor no quiero convertirme en un límite para ellos, debo entrenar su capacidad para adquirir (e incluso generar) conocimiento por sí mismos utilizando todos los recursos de los que hoy en día disponen.

¿Qué facetas entonces tendría que entrenar? ¿Las estoy entrenando? Para ser sinceros, nadie me va a evaluar positivamente por hacerlo. En cambio, sí si dominan la lectura, la escritura y la aritmética. Y además, ¿realmente se puede entrenar a los alumnos en metodología y en una posición activa frente al conocimiento?

Puesto que el entrenamiento se produce por una exposición repetida a una misma situación, ¿por qué no podría entrenarse? La clave está en dar con aquello a lo que exponerles repetidamente. ¿Por qué no exponerles repetidamente a una situación en la que su aprendizaje sea resultado de aplicar un método, una estrategia, y a que posteriormente discutan con sus compañeros sus conclusiones?

¿Cómo se les pone en la necesidad de tener que aplicar un método? Los métodos son necesarios cuando hay un misterio por resolver. En un exceso de seriedad los científicos llaman “preguntas de investigación” a los misterios. Pero, en realidad, son científicos porque les gustan los misterios, no las preguntas de investigación.

Todo conocimiento es resultado de haber formulado una pregunta. Aunque ésta no sea explícita y se manifieste como mera curiosidad. Preguntar es iniciar. Una pregunta poderosa es aquella que por sí misma genera el deseo de conocer su respuesta. Ese tipo de preguntas están en el origen de nuestro conocimiento.

En lo que respecta a nuestros alumnos, ¿les entrenamos en hacer preguntas? ¿Acaso no podríamos hacerlo? ¿Les formulamos preguntas que nosotros no sabemos responder? ¿Podríamos averiguar la respuesta con ellos?

En lo que respecta a nosotros, ¿cómo debe formularse la pregunta para que la curiosidad sea irresistible y provoque el deseo de iniciar una búsqueda? Eso sí que es algo en lo que merece la pena hacerse experto.

Los misterios tienen un poder de atracción irresistible. Y a la vez, todo nuestro conocimiento se origina en la indagación de un misterio. Y hay tantos misterios por resolver. Pero, también, hay infinidad de misterios ya resueltos: los más fáciles, los que podría resolver un niño. ¿No es injusto que ellos ya no los puedan vivir como misterios porque para los adultos ya dejaron de serlo? Es como si de los cuentos sólo nos contaran las moralejas. ¿Quién querría escuchar más cuentos? Básicamente, así es como les obligamos a aprender, memorizando las moralejas sin haber escuchado el cuento. Sin haber hecho por sí mismos el recorrido. Por ejemplo, ¿quién no sabe multiplicar números de varias cifras? Pero, ¿alguien sabe por qué lo hacemos así? ¿Cuántos contenidos en matemáticas sacrificaríamos a cambio de que reinventaran por ellos mismos un método de multiplicación?

Lo bueno de los misterios resueltos es que podemos usarlos con nuestros alumnos trazando el camino de pistas que llevan a su resolución. No será necesario que dediquen años para inventar un nuevo método para multiplicar. Pero sabrán qué es multiplicar y no sólo cómo se multiplica. Y lo bueno de los misterios es que se pueden presentar de maneras muy atractivas. Irresistiblemente atractivas con un poquito de teatro y un poquito de cuento.

Hace unos años la palabra “enseñanza” entró en decadencia en pos de la palabra “aprendizaje”. Al fin y al cabo, una buena enseñanza no es un objetivo en sí mismo, sino un buen aprendizaje. Sin embargo, poner el foco en el aprendizaje nos puede llevar a cargar la mochila únicamente en las espaldas del alumno, como si no hubiera agentes responsables de favorecer ese aprendizaje. Es posible que, efectivamente, el foco deje de estar en enseñar. Al fin y al cabo, cada vez hay más opciones para aprender. Pero si no es en enseñar, ¿entonces en qué? Si me preguntan, yo diría que en entrenar. Y si me preguntan entrenar en qué, yo diría que en resolver misterios. A ser posible con método.

Los maestros del siglo XXI

siglo_xxi_blog_educacionLa irrupción de Internet como fuente de información cada vez más extensa pero también más accesible, dinámica y multimodal nos obliga a revisar el papel que desempeñan los distintos agentes involucrados en los procesos de enseñanza y aprendizaje.

No queda muy lejana la época en que las fuentes de conocimiento básico eran escasas y de difícil comprensión. La labor del maestro era imprescindible como fuente de conocimiento. Un conocimiento que, en muchos casos, tenía que elaborar y adaptar.

La incorporación de los libros de texto en las aulas aliviaba esta tarea a la vez que garantizaba ciertos estándares de calidad. A cambio, el maestro pasaba a ser, en cierta medida, mediador entre sus alumnos y los libros de texto. Su papel principal como transmisor de conocimiento no había cambiado sustancialmente. ¿Por qué? Porque para sus alumnos, adquirir conocimientos mediante la lectura seguía siendo una ardua tarea. La capacidad de comunicación de un profesor comparada con la lectura de un libro de texto seguía siendo infinitamente mayor.

Pero, ¿qué ocurre ahora? En la actualidad existen recursos audiovisuales de muy fácil acceso que pueden tener un poder de comunicación incluso superior a la del maestro. El efecto en la comprensión de un niño que tiene un vídeo mostrando el movimiento de un paramecio es difícilmente comparable al de una fotografía acompañada de la mejor explicación.

Pero este hecho no se le escapa al maestro que aprovecha estos recursos en beneficio de sus alumnos. El maestro se convierte en el mediador entre los alumnos y estos recursos audiovisuales. Primero se liberó al maestro de tener que elaborar y adaptar el conocimiento. Ahora, estamos en el proceso de liberarle también de tener que comunicarlo. La pregunta es pertinente y no debemos tener miedo a formularla: Entonces, ¿cuál va a ser papel del maestro en el siglo XXI? ¿El de seleccionar los recursos y ofrecerlos a sus alumnos? Evidentemente no: tenemos tareas más importantes que hacer y, además, es cuestión de tiempo que se generalice el uso de libros audiovisuales.

Lejos de cuestionar el papel de los profesores en las aulas, debemos ser conscientes de la enorme oportunidad que toda esta transformación genera. Ahora, después de mucho tiempo, tenemos la posibilidad de volver a formularnos preguntas esenciales cuya respuesta ha de llevarnos por fuerza a nuevos paradigmas educativos más poderosos, más efectivos y más satisfactorios:

  • ¿Qué es lo más valioso que puede aportar el profesor a su comunidad de aprendizaje?
  • ¿De qué tiene que ser experto?
  • ¿Qué capacidades tiene el profesor que todavía no ha adquirido el alumno?
  • ¿En qué debemos entrenar a nuestros alumnos?
  • ¿Cómo, con qué metodología?

¿Qué lleva a un niño a querer saber todo lo que pueda sobre los dinosaurios? Parecería entonces que en lugar de centrarnos en transmitir conocimientos, ahora podríamos centrar nuestros esfuerzos en otro objetivo: el de despertar la curiosidad y habilitar en los niños la capacidad de adquirir conocimientos por sí mismos junto a sus compañeros.

¿No podría ser el maestro el responsable de proponer las actividades, preguntas de investigación y proyectos que generen una dinámica de búsqueda, exploración y adquisición autónoma de conocimientos?

¿No podría centrar su esfuerzo entonces en la propuesta, en el acompañamiento del proceso y en regular un correcto proceso de socialización, colaboración y apoyo mutuo entre todos los miembros de su pequeña comunidad de aprendizaje?

Ya no vale la respuesta de que no hay recursos para hacerlo.

Adquirir estas competencias como profesor no es nada evidente ni inmediato. Pero si estuviéramos de acuerdo en que es en esa dirección hacia donde debemos caminar convendría empezar cuanto antes, poco a poco, desde lo más sencillo. Sin grandes revoluciones. Simplemente, asegurándonos de que seguimos dando nuevos pasos hacia esa visión. Muchos maestros ya lo están haciendo. Sigamos sus pasos y aprovechemos su experiencia porque son los maestros del siglo XXI.

La innovación es cosa de niños

ordenador_cosa_ninios_blog_educacionDebía ser primeros de los ochenta. Google todavía tardaría más de 15 años en aparecer. Sólo en algunos centros de cálculo existían ordenadores. Ocupaban como armarios con muchísima menos potencia que un teléfono de hoy. Aparecían los primeros PCs de IBM. Microsoft nacía para dotarlos de sistema operativo. Sin ventanas, claro. Los increíbles Spectrum de Sinclair estaban a punto de llegar. Debía ser primeros de los ochenta y nadie tenía un ordenador. O casi nadie.

Un trabajador de IBM en Madrid, ingeniero naval, con vocación de maestro, se hizo con un ordenador y lo llevó a su casa. Empezó a enseñar a su hijo el lenguaje de programación Basic. A su hijo y a tres amigos de su hijo. Tendrían 12 años. Iban al mismo colegio.

Un día de clase, su maestro les propuso hacer un trabajo. Formarían equipos de tres, tendrían que salir del colegio, presentarse en el Instituto Nacional de Estadística (INE) y recoger datos de población por edades. Su profesor les había pedido dibujar una pirámide de población.

La bibliotecaria del INE puso cara de estupor. ¿Acaso eran los primeros pre-adolescentes que se presentaban allí pidiendo datos? La amabilidad de aquella mujer sigue siendo imborrable. Ya tenían los datos. ¿Y ahora qué? No se sabe cómo surgió la pregunta ni quién la formuló:

“¿Por qué no dibujamos la pirámide de población con el ordenador?”

Dos mundos se habían unido. No conozco mejor definición de innovación.

La hojita con la pirámide impresa en papel térmico dió la vuelta al colegio. Otra vez la cara de estupor de los adultos, del maestro, del jefe de estudios.

No me cabe duda que desde primeros de los ochenta los institutos nacionales de estadística se han llenado de adolescentes haciendo trabajos. Y que ahora los chavales hacen sus trabajos con ordenador.

Pero tampoco me cabe duda de que copian y pegan de Internet la pirámide de población. ¿Qué está pasando? ¿Deberán pasar otros 35 años para que los chavales programen un ordenador que les dibuje la pirámide de población? La diferencia es notable. ¿Usar la tecnología para hacernos más estúpidos, más perezosos, menos curiosos y con menos experiencias vitales y orgánicas? ¿O usar las tecnologías como una nueva herramienta de creación, socialización y exploración de nuestro mundo?

En nuestra historia el azar había creado un contexto propicio, un espacio donde se unían diferentes mundos. Una vez creado este espacio, el maestro puede lanzar una semilla, una propuesta, un proyecto, un trabajo. Y germinará algo inesperado, nuevo, hecho por ellos. Porque la innovación es cosa de niños.

Pero lo que no es cosa de niños es crear estos espacios. Espacios donde se unen mundos diversos. ¿De verdad tenemos que dejarlo en manos del azar? Lo innovador hoy dejará de serlo mañana. Cada época necesita sus maestros y posiblemente ya no baste con ser uno de “esos” maestros. Porque ya no basta un único maestro por aula, un único mundo. Necesitamos equipos de maestros trayendo mundos distintos a ese espacio común.

En Jóvenes Inventores [1] creemos que uno de esos mundos que hay que traer a ese espacio común es el tecnológico. Con la campaña Genios.org [2] de Ayuda en Acción nos hacemos algunas preguntas como: ¿Y si tuviéramos tecnólogos en cada colegio acompañando a nuestros maestros dentro del aula? De momento la respuesta es: necesitamos más formación [3]. Pero no sólo formación para enseñar a programar a los chavales. Formación para usar la programación en el aprendizaje de otras materias curriculares. Para eso necesitaremos hacer equipo con los maestros. Y en eso andamos.

¿Quién hace el viento?

Blog Jovenes InventoresPiaget: ¿Quién hace el viento?

Julia (5 años): Los árboles.

Piaget: ¿Cómo lo sabes?

Julia: Los he visto agitando los brazos.

Piaget: ¿Cómo hace eso el viento?

Julia: Así (agitando la mano delante de la cara de Piaget). Sólo que ellos son más grandes. Y hay un montón de árboles.

Piaget: ¿Quién hace el viento en el mar?

Julia: Sopla allí desde la tierra. No, son las olas.

Piaget reconocería que las respuestas de Julia, aunque no sean correctas por ningún criterio adulto, tampoco son “incorrectas”. Son totalmente sensatas y coherentes en el marco del conocimiento y la forma de aprender de los niños. Juzgarlo como correcto o incorrecto muestra, en todo caso, una falta de respeto.

Piaget no era un educador y no enunció reglas sobre cómo intervenir en este tipo de situaciones. Pero su trabajo sugiere que la reacción automática de corregir a los niños y sacarles siempre de su error puede ser abusiva. Practicar el arte de crear teorías puede ser más valioso para los niños que adquirir la ortodoxia meteorológica.

Las personas tienen la capacidad innata de crear teorías. Es así como tratamos de ir comprendiendo el mundo. Pero si las teorías de los niños son siempre recibidas como “buen intento, pero realmente es así como funciona” más pronto que tarde, los niños renunciarán a hacer teorías. ¿Y qué hace si no un investigador más que tratar de verificar sus teorías?

En realidad no tenemos que despertar vocaciones científicas. Tan sólo tenemos que tener cuidado en no adormilarlas. O matarlas.

Como Piaget enunció: “Los niños tienen una comprensión real sólo de lo que inventan por sí mismos, y cada vez que tratamos de enseñarles algo demasiado pronto, les impedimos inventar por sí mismos.”

Ahora bien, lo que sí debemos hacer es ponerlos en disposición de inventar, debemos crear espacios donde inventar sea posible. Si Julia creó una nueva teoría es porque alguien le regaló una buena pregunta.

Quizá sea esa una de las mejores cosas que podemos hacer en el aula: preguntar. Pero no la pregunta examen, no la pregunta que sirve para juzgarles. Sino la pregunta que requiere una teoría, la que inicia una exploración, una investigación. Sin darles nosotros la respuesta. Sin juzgar el resultado. Como sembrar.

En Jóvenes Inventores tratamos de empezar siempre con una asamblea. Para preguntarles. Y tratamos de no responderles y dejamos que ellos discutan entre sí. E inventen.